Hoy ha publicado el catedrático de la Universidad de Alicante Juan Antonio Ríos Carratalá un artículo titulado “Las dos sentencias del escritor Antonio de Hoyos y Vinent”
Según cuenta, el escritor falleció en 1940, pocos meses después de ser detenido, “sin que llegaran a ejecutarlo”, aunque no tuvo condena capital. Ese es el tono con el que el historiador decide abordar el asunto: una ironía que, más que agudeza crítica, desprende un sesgo evidente. ¿Es esa la inteligencia, la equidad y la valoración justa de las fuentes, alejadas del partidismo y la parcialidad, que debe demostrar un historiador, como diría su colega Julián Casanova Ruíz? ¿O estamos ante la ironía sarcástica e ideológica propia de un teatrólogo más interesado en la dramatización que en la investigación histórica rigurosa?
Sea como sea, conviene analizar con detenimiento sus afirmaciones sobre Antonio de Hoyos. ¿Realmente estaba dispuesto el escritor a “renegar de su pasado o a justificarlo según las directrices de los vencedores”? Además, señala que, “dada la posición de su familia dentro del bando vencedor, no parecía necesario llegar a los extremos de otros casos protagonizados por periodistas republicanos”. Siempre la misma estrategia: pinceladas victimistas republicanas. El teatrólogo se complace en hablar de “los vencedores” y, recurriendo al drama más que a la historiografía, adjudica papeles individuales y colectivos, buenos y malos, indios y vaqueros… como cuando se refiere a mi padre. Según él, mi familia ha tenido el dudoso privilegio de enterarse, a través de su pluma, de que mi padre era un “vencedor”.

A mi abuelo lo sitúa en el bando “nacional” —aunque fue reconocido como víctima republicana por Félix Bolaños, quien, supongo, no lo considerará un “fascista” (ya hablaremos de eso en otra ocasión). A mi padre lo presenta como un funcionario en 1934, un profesional de la milicia, un abogado ilegal, un juez de posguerra, y, gracias a sus supuestos servicios de genocida y/o represor, alguien que ascendió meteóricamente en el funcionariado, que recibió títulos académicos como regalo de Franco y que disfrutó de privilegios laborales y jugosos sueldos. Un guión digno de una obra teatral, que el catedrático escribe con entusiasmo. Parece que, como creador de ficciones y guiones para un club social aficionado, valdría más que como historiador. Y ya que le gusta tanto hacer historia y teatro, tal vez debería revisar las actuaciones de miembros de su propia familia en la Guerra Civil. Pero de eso hablaremos en otro momento…
Afirma también que el juez Manuel Martínez Gargallo “nunca flaqueó en su labor represiva” y que su justificación se encuentra en el sumario de Antonio de Hoyos, así como en el contexto del Juzgado Militar de Prensa. Según su lógica, hasta los más modestos empleados —incluso quien estuviera cumpliendo el servicio militar obligatorio (como mi padre)—, el encargado de la limpieza o el soldado de guardia, formaban parte de la maquinaria represiva. Un planteamiento que trivializa la complejidad de la posguerra, reduciéndolo todo a una simpleza maniquea.
El catedrático menciona también al comandante Pablo Alfaro como responsable de la condena de Miguel Hernández. Resulta curioso, considerando que él mismo ha contribuido a la difusión del bulo de que Baena Tocón fue quien firmó su condena a muerte. Los medios de comunicación, con sus “códigos éticos” de adorno, han replicado esa versión sin contrastarla. ¿Llamamos a esto un riguroso trabajo de investigación o más bien un ejercicio propio de trilero, en el que se usa un nombre u otro según convenga?


En otro pasaje, señala que el auditor —presumiblemente el comandante Alfaro, aunque no lo especifica— devolvió el sumario al juez Martínez Gargallo para nuevas diligencias, lo que llevó a medidas aún más drásticas. Se insiste en que la tarea recayó en el alférez Baena Tocón, quien, el 25 de diciembre de 1939, “firmó un informe donde subraya la ‘inversión sexual’ de un procesado a veces ‘embriagado’ (dice que así celebró la Navidad). El teatrólogo, fiel a su estilo, adereza la escena para que la obra no pierda interés. Ahora a esto lo llaman ironía o humor, pero no es más que pura maldad. No sé qué dice realmente ese sumario —aunque sí he revisado otros en los que la firma de mi padre no aparece por ningún lado, lo que convierte algunas de sus afirmaciones en un fraude historiográfico—, pero él, desde su posición académica, sabrá lo que hace. Quizás ese énfasis en Baena Tocón tiene menos que ver con la historia y más con el hecho de que su hijo haya cuestionado su rigor académico. Ya hablaré de eso en otro momento para no extenderme demasiado…
En cuanto al fallo judicial que menciona, parece que el auditor renegó de la “alta alcurnia” para ponerse al servicio de “los ideales insanos del pueblo”. Si hemos de dar crédito a las citas textuales que el autor presenta, resulta evidente su carga ideológica y su obsesión por reinterpretar los hechos bajo una burla constante. En uno de sus artículos recientes declaraba su intención de volver al humor, “que es lo suyo”. Pues bien, si esto es su humor, no tiene la menor gracia. Tal vez sea culpa mía por no tener sentido del humor, o quizás sea simplemente que su humor es tan malo que ni siquiera provoca una sonrisa. Aunque, mientras haya alguien que le aplauda su obra teatral con un “ja, ja, ja”, el espectáculo continuará. Y eso sí que es insano: mata de aburrimiento.
Paradójicamente, critica a quienes “novelan” sin consultar los archivos militares, cuando él mismo ofrece una visión parcial y sesgada de los acontecimientos. Los que sí hemos investigado en dichos archivos hemos podido constatar su falta de rigor, su tendencia a analizar la posguerra con los ojos del presente y a elaborar juicios desde una perspectiva personal e ideológica, más que desde la referencia objetiva a los documentos.
Finalmente, no deja pasar la oportunidad de promocionar el tercer tomo de su trilogía. Podría ser una obra valiosa si se limitara a transcribir fielmente los documentos en lugar de interpretarlos a su antojo. Pero claro, sin interpretación personal no hay rédito económico. Y, le guste o no, su trabajo también está condicionado por el lucro.
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